COMARCA DE AUSENCIAS

Friday, November 25, 2011

COMARCA DE AUSENCIAS


Después de casi treinta años de ausencia, un fotógrafo regresa a su pueblo natal y comienza a retratar la vida cotidiana, el paisaje y la gente...













































































































































Comarca de ausencias

Por Héctor González de Cunco
                                                                                                                  


          Como hay que nacer en alguna parte, me tocó Cunco. Y fue culpa de un vino pipeño aliñado con rencores añejos. Corría 1949 y mi padre era obrero ferroviario. Para más señas, palanquero del tren de carga de Valparaíso a Puerto Montt. Una tarde de enero se jugaba un torneo de rayuela en la “picá” vecina a la Casa de Maquinas. A mi papá le tocó enfrentarse con uno de los jefes grandes. Justo con el que mantenía un rescoldo de rencillas viejas. Con el primer punto dudoso volaran insultos, luego hubo coscachos. Como era mal visto que la jerarquía catase mostos junto al perraje, “La Empresa” calificó el incidente de tropelía menor y a mi viejo lo degradaron a un ramal. Pudo tocarle Lonquimay, Curacautin, Villarrica, Cherquenco o Carahue. Pero el azar dijo Cunco y ahí lo arrinconaron. El 21 de marzo, mi madre llegó a instalarse en el “pueulo”, conmigo en la maleta. Nací justo tres meses  después.


















        Poco recuerdo de mis primeros años, aunque llevo impresos dos aromas de identidad: uno picante, a carbón de piedra ardiendo en “la lorita” y el otro espeso, a manta de castilla húmeda. Además, cualquier repiqueteo de lluvia furiosa me suena a infancia con tejuelas. Yo tenía seis añitos cuando mi querida tía Uldadina se casó con Nano Rickemberg, el herrero del pueblo. Me crié en su casa, fascinado con el taller. Mi tío Nano siempre ha sido un hombre bueno y desde que yo era un pergenio ponía un cajón delante de la fragua, me instalaba arriba y quedaba encargado de tirar el fuelle. Para completar la broma, me pagaba un par de chauchas diarias y yo me creía la muerte, trabajando entre hombretones curtidos y con una clientela ruda, de revolver al cinto. Ahí mudé los dientes de leche y eché raíces.









        Entonces Cunco y Melipeuco eran una sola comuna. Disfrutaban del esplendor económico que se había iniciado en los años 30 y que declinaría en la década del 70. Cada día partían varios trenes repletos de madera nativa y al anochecer corríamos a recibir el de pasajeros, que subía la última curva, resoplando, y al llegar envolvía los andenes con vellones de humo y vapor.



        El patio de la estación cubría seis hectáreas, siempre repletas de castillos de madera esperando embarque. La herrería quedaba justo al frente. En verano, abríamos a las seis de la mañana y en la calle encontrábamos unas cincuenta carretas cargadas de durmientes, haciendo cola para entregarlos. Mi tío trabajaba a dos fraguas y con cinco ayudantes, pero apenas eran capaces de satisfacer los encargos de fabricar herramientas o hacer reparaciones para los aserraderos. También se ocupaban de los aperos agrícola de la comarca entera. En ese tiempo todos los puentes eran de madera y, a golpe de yunque y fragua, elaboraban los inmensos clavos, abrazaderas y pernos necesarios. Aun siento un pellizco en las tripas cuando cruzo el puente Medina, sobre el río Allipén. El único de aquella época que sigue en uso… y con él sobreviven fierros que ayudé a fundir.



















        Tirando el fuelle (… y boquiabierto), escuché toda la épica fundacional de la comarca, incluyendo las guerras entre aserraderos, con hombres troceados en la sierra, por robar madera. Otras veces se desmenuzaban los turbios orígenes de algunas fortunas locales o las artimañas para correr los cercos a los mapuches. También oí cuentos de pumas cebados con carne humana y mis ojos vieron monedas de plata, salidas de entierros legendarios. Mi primo Genaro Castro, de Lomocura, conserva unas cuantas. Así, las novelas de Julio Verne, que leería más tarde, resultaban una alpargata al lado de lo que escuché cuando “cauro” chico.



        Llegada la edad de los alardes, los chiquillos escapábamos de la cama poquito antes de medianoche, para juntarnos en el cementerio y presumir de valientes. Jugábamos un rato a la escondida. Después, acelerados y borrachos de adrenalina, rompíamos ampolletas del alumbrado público, a hondazos, y culminábamos la noche apedreando los techos de las viejas más cahuineras. Siempre nos pillaban los pacos y, de las mechas, nos repartían por las casas. Entonces mi adorada tía Uldadina lucía su lado B (el sádico autoritario). Antes de azotarme con una varilla de mimbre, me obligaba a bajarme los pantalones. Tenía que pedirle perdón de rodillas y rezar un Padre Nuestro a culo pelao. Después me machacaba, a conciencia. Había que aguantar sin chistar, porque cada paliza era una condecoración para nuestro rebeldía púber. Y quizá por eso reincidíamos a la primera de cambio. Mientras, mi tío Nano me ilustraba en las artes de la pesca. A los 12 años saqué mi salmón iniciático en el río LLaima y gané el derecho a participar en las extenuantes expediciones de los adultos, subiendo hasta los (entonces) remotos lagos de la cordillera y la montaña.











       









       Durante los pícaros anocheceres veraniegos, las hormonas me pasaron sus primeros pliegos de peticiones mientras jugaba a la escondida con las chiquillas, en el laberinto de castillos de madera. Esa fue la principal  fabrica de “cuncunos” y de madres solteras, por muchos años. También recuerdo algunos viernes de pago, cuando muchas mujeres planchaban las camisas para que sus hombres, bien cacharpeados, fuesen a esperar el tren que traía un bullicioso ramillete de muchachas hiper maquilladas. Con banda de música desfilaban hasta el prostíbulo de la “tía Rosa” y armaban la tremenda fiesta. El lunes, en el tren de las siete de la mañana, las mujeres se marchaban, discretas y sin abalorios.



        En aquel tiempo aun no se me había muerto nadie y yo no me daba cuenta que era feliz, con esa infancia sencilla, llena de curiosidad y plagada de lecturas heterogéneas. Demasiado pronto cumplí los 17 y me fui a la universidad, donde me hice fotógrafo. Poco después, el azar y la dictadura me empujaron lejos.
















        Estuve casi 30 años sin visitar Chile, viviendo a caballo entre Sevilla y París. Pero desde el 2005 paso largas temporadas en la comarca donde quedó dispersa mi infancia. Todo ha cambiado, claro. Hace mucho que arrasaron los bosques. No hay pesca porque la industria salmonera ha contaminado los ríos. El ferrocarril ya no existe, un incendio se tragó el edificio de la estación y llegué justo cuando se estaban llevaban la línea del tren. Encontré un Cunco empobrecido, donde la identidad local escasea; la conciencia histórica no existe y los jóvenes ignoran el pasado maderero y ferroviario. Ahora, en “el pueulo” reina la postmodernidad: tiene dos supermercados, mucho asfalto, un ciber de primer mundo y cada “cuncuno” anda entrampado con varias tarjetas de crédito. Pero no encontré ni una mísera foto donde consolar las nostalgias o confirmar mis recuerdos. Conmovido, comencé a retratar mis propios fantasmas para construir una colección de imágenes que me ayudasen a recordar. Ahora, antes de volver a partir, quiero que existan muchas fotos de la vida cotidiana ¡esas que tanto eché de menos al volver a esta comarca de ausencias!







                                                                                                                              Cunco, 14 de marzo del 2009





Post data 1.- En este proyecto tengo dos acompañantes: el poeta y ensayista Elicura Chihuailaf es mi cable a tierra y escribe textos para contextualizar las fotos; mientras la joven profesora Viviana Geeregat  se ocupa de los archivos y de la edición literaria de los textos.


Post data 2…Ha sido un retorno un tanto triste... Primero murió mi padre, a los 96 años... después murió mi querida tía Uldarina... luego mi madre... Hoy escribo desde la casa donde estaba el taller de mi tío herrero… ya no vive nadie y pronto la van a demoler… porque hace pocas semanas  descubrieron que mi tío Nano (74 años) tiene cáncer en la próstata y se fue a vivir con una hija, en otro pueblo…













Wednesday, November 25, 2009


                     ACERCA DE  “COMARCA DE AUSENCIAS”



                                                                       Por Elicura Chihuailaf





        Dice el escritor alemán Ernst Jünger: “Vivimos en unos tiempos en que continuamente están acercándose a nosotros poderes que vienen a hacernos preguntas, a plantearnos cuestiones. Y esos poderes no están llenos únicamente de un afán ideal de saber. Al aproximarse a nosotros con sus cuestiones, lo que de nosotros aguardan no es que aportemos una contribución a la verdad objetiva; más aún, ni siquiera aguardan que contribuyamos a la solución de los problemas. A lo que esos poderes conceden valor no es a nuestra solución, sino a nuestra contestación a las preguntas que nos hacen”.

        En esta serie de fotografías -titulada “Comarca de ausencias”- Héctor González se nos acerca para interpelarnos desde el poder de lo mejor de su Palabra Poética, hablándonos desde el sonoro silencio de sus imágenes que revelan a los seres humanos, espacios y objetos que motivaron a su espíritu a accionar el obturador de su máquina. La Imagen en la Palabra, ¿qué otro poder concede valor al ejercicio democrático de tan sólo responder a las inquietudes de un otro / otra?

        Héctor ha asumido la tarea de fotografiar la ausencia, sus ausencias, para que nosotros la imaginemos. ¿Qué decir entonces frente al despliegue de las imágenes que nos muestra? ¿Intentar un personal –y probablemente equívoco- juicio estético? ¿Iniciar una Conversación en la que se reafirmen los lugares en los que también transcurrieron algunas de nuestras propias vivencias / ausencias? Encender el fogón de la memoria. Me parece comprender que es su propuesta.

        “El proyecto ‘Comarca de ausencias’ (FONDART 2008) es el regreso de un fotógrafo a punto de cumplir 60 años, a los territorios donde habita su infancia... y que no ha visitado desde hace tres décadas (la mitad de su vida). Al volver, todo ha cambiado, claro. Su pueblo era maderero y ferroviario, pero ahora ya no existe el tren, ni la estación, se están llevando los rieles del ferrocarril y ya arrasaron los bosques nativos y como no encuentra ninguna foto donde colgar sus recuerdos o saciar las nostalgias, decide construir una colección de imágenes que le ayuden a recordar, entonces se lanza a retratar el entorno y su paisaje humano...”, nos está diciendo Héctor.

        La fotografía es, desde luego, una manera de mirar; es fijar la luz de la diversidad del / de la que mira y de la / del que es observado y capturada su imagen. Es fijar la luz en el papel para ponerla en movimiento cada vez en nuestro pensar, para hacerla resplandecer en nuestra imaginación. ¿Cada fotografía es un fragmento de la realidad o de su ensoñación que pretende hacerse un todo apelando a nuestro conocimiento, a nuestra experiencia?

        La escritora estadounidense Susan Sontag, nos dice: “La manera de mirar moderna es ver fragmentos. Se tiene la impresión de que en realidad es en esencia ilimitada y el conocimiento no tiene fin. De ello se sigue que todos los límites, todas las ideas unificadoras, han de ser engañosos, demagógicos; en el mejor de los casos, provisionales, casi siempre, y a la larga, falsos. Mirar la realidad a la luz de determinadas ideas unificadoras tiene la ventaja innegable de darle contorno y forma a nuestras vivencias. Pero también -así nos instruye la manera de mirar moderna- niega la diversidad y la complejidad infinitas de lo real. Por lo tanto, reprime nuestra energía, nuestro derecho en realidad, de refundar lo que deseamos refundar: a nuestra sociedad o a nosotros mismos. Lo que libera, se nos dice, es notar cada vez más cosas”.

        Si es así ¿entonces lograr imágenes que no alcancen la categoría de “moderna” es un mérito? Las fotografías de Héctor González afirman la diversidad y también, me parece, “la complejidad infinitas de lo real” (la amplían). Son fotografías que a nosotros nos reafirman la siempre urgente necesidad / obligación de mirar nuestro entorno, y que a Héctor le permitieron cumplir su objetivo de Recordar, y de “colgar” –literalmente además- esos recuerdos no sólo en Cunco, el pueblo en el que transcurrió su infancia, sino en otros pueblos y ciudades de nuestra Región Mapuche y de otras regiones del país.

        En la fotografía late el misterio del recuerdo. Ante la imagen de un niño y su trompe (el instrumento musical del amor), y la imagen de un Rewe presidiendo el Gillatuwe / Lugar de Rogativa, y de los abrazos, y de la muchachita coronada de hojas..., me estoy diciendo: Naqkelley ga antv ka iñche leliniyekellen pu vñvm ñi awkantun ka feychi fitrun tripalen kvtral mew pvralen wenu pvle. Tayiñ pu che mañumkellefi ga Gvnechen kvmeke kogi mew ka iñche mvyvzkvlen kimfalnochi pvramyewvn mew.
Pvrvm akulleay rimv antv Itro Fill Mogen mew, welu ñi pu pvllv zew ga mvlellefuy iñche ñi piwke mew. Gefvñ ka pu koqvll fey lle ga afvyechi fvn, welu ñi poyen mvlellefuy ñi llazken rayvlefel. Fey mew, ellkalen –rvfgen ka Pewma- mvllefuy ga chi vllcha, llvkish kintuniyeetew.
Caía la tarde y yo mirando el juego de las aves y el humo que desde los fogones remontaban para el cielo. Nuestra gente agradecía a Genechen las buenas cosechas, y yo estremeciéndome con el insondable secreto de la ceremonia.
El otoño sería pronto en la Naturaleza, pero sus espíritus ya estaban en mi corazón. Las avellanas y kowlles eran frutos maduros, mas mi amor permanecía tristemente florecido. En él, oculta –realidad y Sueño- estaba mi muchacha, de reojo mirándome.

         En la esperanza Azul de la Tierra, refugiando mi mirada, yo no la veía casi, pues así había de ser me dijeron mis abuelos y me dijeron mis padres. Pero también quería correr y cogerle sus manos y respirar en sus ojos, en sus ojos, hasta que mis antiguas heridas tocaran las suyas...
Recuerdo: Detrás de la montaña la Luna Llena dio sus primeros destellos y -junto al fogón- a los lejos mirándome, vi otra vez a mi muchacha, en su baile inventando suaves, tan suaves melodías para mí. De dicha colmó mi alma mi muchacha en ese anochecer de Gillatun.
Más allá de las nubes, en las montañas del cielo, los cantos se coreaban resplandecidos por la luz de los Antepasados. Pero la Luna no sonreía. Y yo entonces, sin comprender por qué, lloraba. Lloraba.

        Y las fotografías de Héctor se siguen desplegando en el aire de la memoria: la herida terrible de Chile, los desaparecidos; las nubes de Reigolil; una tejedora en la alquimia de teñir sus lanas; la nostalgia de un terminal de buses; un zapatero rodeado de los aromas embriagadores de nuestra infancia; un Lonko con toda la textura de la Tierra en su rostro (y sin duda, la sabiduría); y qué decir, la actualidad tan vigente del bar clandestino; la madera construyendo el guiño de la amistad en las bicicletas; la araucaria, la dignidad del bosque cordillerano; el palin; el olvidado poste del lejano telégrafo; el aserradero y la estación y la tornamesa abandonados, una pequeña y maravillosa flor enterneciendo sus despojos; el telar y sus cantos, cuentos, consejos y adivinanzas; el patio de una casa con una gallina arrimada al árbol (su polluelo atisbando asustado la vida, su brevedad); el trafkinto, recuerdo del imprescindible intercambio de conocimientos y de la práctica de una economía humana; la niña en el lavamanos, impagable visión de la inocencia; el niño y la niña en un abrazo que nos recuerda que ellos / ellas son la única y verdadera felicidad; y aferrándose a este mundo, los jóvenes y el abrazo el beso intenso, irrepetible y fugaz (la Visión el ensueño maravilloso del contento. ¿De quién sino el aroma de la Tierra el abrazo? ¿El sabor del Agua el beso? ¿La textura del infinito? La Naturaleza es Anciana Anciano / Hija Hijo, cima y sima dialogando en armonía; me digo y les digo). Y más.

        ¿Es la ausencia de no haber estado o la ausencia de lo que ya no existe, la que alumbra y ensombrece la nostalgia que nos comunica Héctor a través de sus fotografías? ¿Una manera de decirnos aquí que recordemos que nos recordaba? ¿Una manera de quedarse para no seguir siendo parte de la ausencia y conversar con nosotros, y el paisaje, de su memoria de lo soñado y lo vivido en la distancia?

         Su mirada, en profundo blanco y negro, nos retorna al dulce (sonriente) y a veces amargo lago del Silencio, pero que en todo caso nos regala siempre la maravillosa semilla de la Contemplación. ¿Cómo no agradecerle entonces a Héctor estas imágenes que conmueven nuestro espíritu? ¿Cómo no agradecerle estas imágenes que nos revelan la ternura y el destello de las gentes y de las cosas, briznas apenas en el misterio de la vida?

        La Imagen es Palabra Poética, en ella nos quedaremos, es decir, en el corazón de los que amamos y nos aman…, y en estas fotografías. Mas, en ambos nos iremos borrando: poco a poco.

Rume mañvm ta ñi kvme wenvy Héctor González.


Elicura Chihuailaf Nahuelpan
Kechurewe / Temuko / Kunko
Región Mapuche, Luna de los Frutos
Abundantes (Verano) 2009







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